"El color y la fragancia"
José Agustín Blanco Redondo.
Primer Premio en el XIII Concurso de Cuentos y Narraciones Breves “Ciudad de Cantalejo”, organizado por el Excmo. Ayuntamiento de Cantalejo (Segovia), abril de 2019.
Dedicado a Lourdes y a Javier, de Torre de Juan Abad.
“En esta vida, lo prudente es estar emocionado”
José María Lozano Cabezuelo.
"El atardecer se afila con las alas de los vencejos. Hace tiempo que las nubes rehúyen estos cielos solo restregados con la estirpe del color azul, quizá algún malva, algún ocre al amanecer, tal vez algunos trazos de escarlata en el ocaso, siempre tras el imperturbable cerro de Cabeza de Buey, más allá del santuario de la Virgen de la Vega. Los perales, membrillos y duraznos humillan sus ramas sobre las acequias que el hortelano ha trazado en el huerto, un huerto que hasta hace apenas tres años era un corral cercado por los bardales desaliñados, sarmentosos de las tapias, un corral de los de las casas con posibles, diáfano, anchuroso, con abrevadero, zahúrdas, cuadras, gavillero y pozo de aguas delgadas, buen brocal de piedra arenisca y elegante arboladura de hierro forjado. El corral languideció, despacio, hasta que el tiempo y el desamparo de mis criados lo trocó en morada de gallinas, deambulatorio de gatos sarnosos, apretura de malas hierbas, dormidero de palomas bravías y, al alba, escandalera de mirlos, carboneros y gorriones.
Ahora todo es diferente. Hay senderos que perfilan los frutales, que rodean los surcos de la huerta, que conducen a territorios sosegados, ajenos a las pasiones que lastran el alma de los mortales. Hay murmullos de agua por entre troncos, hortalizas, legumbres y arriates. Hay quejidos de azada, olores tenues de estiércol madurado y trajines de capachos de esparto. También hay sombras, y gorjeos prematuros de estorninos, petirrojos y zorzales al amanecer, y bancos de piedra en las encrucijadas de los senderos, y olores a hierbabuena, romero y mejorana, y conversaciones con aquellos que antaño habitaron la tierra y dejaron saberes, sueños, pensamientos y poemas escritos con tinta aguanosa sobre pliegos de papel ajado.
Ahora todo es diferente. Hay senderos que perfilan los frutales, que rodean los surcos de la huerta, que conducen a territorios sosegados, ajenos a las pasiones que lastran el alma de los mortales. Hay murmullos de agua por entre troncos, hortalizas, legumbres y arriates. Hay quejidos de azada, olores tenues de estiércol madurado y trajines de capachos de esparto. También hay sombras, y gorjeos prematuros de estorninos, petirrojos y zorzales al amanecer, y bancos de piedra en las encrucijadas de los senderos, y olores a hierbabuena, romero y mejorana, y conversaciones con aquellos que antaño habitaron la tierra y dejaron saberes, sueños, pensamientos y poemas escritos con tinta aguanosa sobre pliegos de papel ajado.
Sí, ahora todo es diferente. Me acerco al primer árbol y cojo el primer fruto maduro que me ofrecen sus ramas. Es un durazno de color amarillo y fragancia suave. Lo colocaré en el lebrillo que guardo en el despacho, sobre la mesa donde escribo, junto a las ciruelas, los higos, los membrillos y las peras bergamota. Un respiro de color y de fragancias amables entre tanto libro de cubiertas de piel de cabrito, entre tantos papeles caligrafiados con tinta oscura, entre estos, tantos silencios que me acompañan cada día, todos los días.
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Le gusta este pueblo. Isidro camina junto a su padre por una calle en pendiente que conduce a la iglesia de Nuestra Señora de los Olmos. La puerta del mediodía está abierta, así que acceden al interior agradeciendo la fresca penumbra que les recibe. El retablo mayor de finales del siglo dieciséis es magnífico, un apostolado en madera policromada, tallas y lienzos encastrados en el dorado de la predela, de las calles y de los cuerpos, la bóveda de la capilla mayor en media naranja y el órgano en la tribuna del coro, un tesoro original del siglo dieciocho vivificado por el aire que brota de un enorme fuelle, que transita por el interior de una trama de tubos verticales, que escapa por la trompetería horizontal ,sí, un órgano histórico cuya sonoridad y armonía continúan ofreciendo quintales de piedad al siempre vanidoso espíritu de los hombres.
El cura párroco es muy simpático, con un aura de bondad que no deja a nadie indiferente. Nos invita a pasar a la sacristía y nos muestra una cajonería antigua de madera oscura, quizá de roble, tal vez de nogal. También nos recita los nombres de las cuatro campanas de la torre, cada una de ellas orientada a un punto cardinal.
El cura párroco es muy simpático, con un aura de bondad que no deja a nadie indiferente. Nos invita a pasar a la sacristía y nos muestra una cajonería antigua de madera oscura, quizá de roble, tal vez de nogal. También nos recita los nombres de las cuatro campanas de la torre, cada una de ellas orientada a un punto cardinal.
La Casa de la Tercia se yergue sobre un soportal - arcos y columnas de piedra arenisca - y es paso obligado hacia la plaza del Parador, un amplio espacio presidido por la fachada encalada de la Casa de los Frías, inmensa, sobria, las esquinas en sillería de piedra moliz, su portada de madera claveteada con estrellas de ocho puntas, dos bellas aldabas de metal y esas elaboradas, negrísimas rejas de hierro forjado en las ventanas.
Isidro intenta llamar a la puerta, pero las aldabas quedan fuera de su alcance, aún tiene que crecer, crecer para saborear los placeres y la misericordia del arte, de la historia, de la música, de la literatura, de los afanes campesinos que se entreveran con esta tierra frágil de olvidos, cansada de soledades, súbita alumbradora de paces y sosiegos, hermosa como el color bermejo de la arcilla y de la piedra arenisca sobre la que se asienta.
Isidro intenta llamar a la puerta, pero las aldabas quedan fuera de su alcance, aún tiene que crecer, crecer para saborear los placeres y la misericordia del arte, de la historia, de la música, de la literatura, de los afanes campesinos que se entreveran con esta tierra frágil de olvidos, cansada de soledades, súbita alumbradora de paces y sosiegos, hermosa como el color bermejo de la arcilla y de la piedra arenisca sobre la que se asienta.
El museo está abierto. La fachada es ahora de mampostería, piedras de cuarcita colocadas al azar sobre un lecho de mortero, ya no existen aquellos anchos, recios muros de tapial rematados en aleros de tejas árabes, aquellos muros que se levantaron hace más de cuatro siglos. El interior es diáfano, acogedor, abigarrado de luz artificial.
Salas de exposiciones, un piano de madera deslustrada y un patio interior que antes fue corral y después huerto, un corral y un huerto anchurosos a los que las herencias y compraventas del pasado han hurtado espacios y desahogos. Ahora solo queda un patio huérfano de vida, cercado de medianerías, ajeno a los murmullos de agua, a los quejidos de azada, a los trajines de capacho de esparto, a los aromas de la hierbabuena. Un encerradero sin sombras y malas hierbas, sin árboles, ni una higuera, ni una parra, ni un ciruelo, solo baldosas cercando, al fondo, un pozo con brocal de piedra arenisca y arboladura de hierro forjado.
Isidro sale al patio, pero el calor le empuja de nuevo, con un golpear de nudillos ardientes, al interior del museo. La intemperie estival de esta tierra no está hecha para disfrutes, regocijos ni alharacas. Solo el refrescar de la noche permite cierto relajo en esos corrillos de vecinos que aún se pergeñan a la puerta de las casas.
La escalera. Isidro sube los peldaños de dos en dos para descubrir la planta noble del museo. Vitrinas de cristal con manuscritos autógrafos, un elaborado árbol genealógico y primeras ediciones de libros señeros. Caligrafías cuidadas, bellas, tramadas de curvas, quiebros y divagaciones. Documentos rubricados y sellados hace casi cuatro siglos sobre pliegos de papel en color ocre.
Al fondo, protegido con un cordón de color grana, reposa un viejo sillón, el respaldo conformado con tres tablas anchas de madera quizá de nogal, las patas torneadas, los reposabrazos desbastados por la cotidiana gubia de uso y del tiempo. En la vitrina, un tintero de cerámica urdido hace siglos en los alfares de Talavera de la Reina junto a una pluma de búho real. El sillón, el tintero y la pluma de la persona que da nombre al museo y que habitó durante años el solar donde se asienta.
De la pared cuelga un lienzo enmarcado en madera sobredorada. Isidro contempla al personaje retratado, despacio, aquella mirada rozada de nostalgia tras los anteojos circulares, el cabello largo, oscuro, una perilla ya entrecana, su ropaje enlutado, sobrio, ajeno a veleidades y fanfarrias, un fondo sombrío donde apenas se vislumbra un rimero de libros encuadernados, tal vez, en piel de cabrito. El muchacho no puede apartar sus pupilas del lienzo, es como si el silencio, y la soledad, y la melancolía que emanan del rostro de aquel caballero encontraran un aliviadero en la mirada de Isidro. Al lado del cuadro, la cartela explicativa con los detalles del personaje retratado. Al muchacho le gustaría leerla, pero no puede hacerlo, al menos por ahora. Un leve escalofrío se encarama a su espinazo, pero no es una sensación perturbadora, ni siquiera desagradable. Es una emoción que recorre su cuerpo como la savia se derrama por las ramas de un árbol joven, un sentimiento que, quizá, le apresura la cadencia del corazón, que busca un merecido sosiego, un cobijo amable en el solar de su conciencia. Isidro se pone de puntillas bajo la cartela, quiere saber quién es el caballero del cuadro, el personaje que da nombre al museo, el hombre que vierte esa mirada lánguida sobre sus ojos infantiles, el hombre que fue señor de esta villa del Campo de Montiel, la misma villa que el muchacho visita hoy junto a su padre.
Ahora lee despacio su nombre y lo repite para sí en un murmullo íntimo, apagado. Luego contempla de nuevo el lienzo, sus pupilas abismadas en las del personaje retratado, como si un delgado hilo de bramante o de lino, o de cáñamo, un hilo invisible y ancestral actuara como vínculo entre el chiquillo y el cuadro, como si un diálogo sutil, inaudible, carente de la premura de los segundos, de las palabras se estableciera entre el chaval y el caballero del lienzo. Isidro se retira un par de pasos y respira hondo. Un durazno de color amarillo y fragancia suave se acerca rodando por el suelo y golpea el talón de su zapatilla. Isidro lo recoge, muy despacio, lo acerca a su nariz para apreciar su aroma, entrecierra los párpados y, de súbito, corre hacia su padre que, jadeando, termina al fin de subir por la escalera.
Ahora lee despacio su nombre y lo repite para sí en un murmullo íntimo, apagado. Luego contempla de nuevo el lienzo, sus pupilas abismadas en las del personaje retratado, como si un delgado hilo de bramante o de lino, o de cáñamo, un hilo invisible y ancestral actuara como vínculo entre el chiquillo y el cuadro, como si un diálogo sutil, inaudible, carente de la premura de los segundos, de las palabras se estableciera entre el chaval y el caballero del lienzo. Isidro se retira un par de pasos y respira hondo. Un durazno de color amarillo y fragancia suave se acerca rodando por el suelo y golpea el talón de su zapatilla. Isidro lo recoge, muy despacio, lo acerca a su nariz para apreciar su aroma, entrecierra los párpados y, de súbito, corre hacia su padre que, jadeando, termina al fin de subir por la escalera.
- Papá, mira el melocotón que me acaban de regalar - le dice con una torrentera de voz.
- ¿Que te acaban de regalar?, pero Isidro, si aquí arriba no hay nadie…
- Ha sido el caballero del cuadro, te lo prometo, papá, no sé cómo lo ha hecho, pero ha sido él, es como una intuición, sí, estoy seguro, mira, aquí puedes leer su nombre, don Francisco de Quevedo y Villegas, virtuoso escritor del Siglo de Oro, caballero de la Orden de Santiago y señor de esta villa de Torre de Juan Abad"
Para tratar sobre Torre de Juan Abad necesitábamos la implicación de un escritor, porque para acercarse, con la sensibilidad precisa, a la figura de Quevedo, solo podía hacerlo otro artista. Así cobra sentido la expresión: "Lo bien dicho, bien parece, y su autor honra merece"
Nuestro más sincero agradecimiento a José Agustín Blanco Redondo.
Me ha emocionado este hermoso relato enmarcado en este pueblo manchego, donde vivió en su día Quevedo, el insigne escritor y poeta. La sensibilidad marca el relato desde el inicio y el asombro y la curiosidad nos la transmite excelentemente a través de los ojos de un niño, Isidro, que parecen ser los nuestros conforme vamos entrando poco a poco en el entramado. Al acabar el mismo, respiramos y de manera sutil percibimos la fragancia del durazno y ante nuestros ojos, podemos ver claramente como desde el cuadro, don Francisco de Quevedo y Villegas desliza un melocotón amarillo a los pies del niño. Efectivamente, colores y fragancias es lo que nos trae este cuento de José Agustín Blanco Redondo, unidos también, como no, a la emoción. Enhorabuena a él y a ti, Rosa y adelante con este nuevo blog.
ResponderEliminarAquí solo hay dos autores, el escritor y el fotógrafo, José Agustín y Miguel, palabras e imágenes siempre han ido de la mano. Pero lo más importante es la colaboración y el cariño que sienten a esta tierra, y el arte que dejan como muestra. Muchas gracias, un abrazo.
EliminarQué buena idea habéis tenido, con abrir este nuevo blog, y con nuestro amigo Miguel nunca mejor dicho con sus fotografías, me encanta que también habláis de nuestras tierras ya nos enteramos un poquito de cada pueblo,Torre de Juan abad tiene también unas historias muy bonitas, muchas gracias a todos los que colaboráis un abrazo.
ResponderEliminarHa sido fundamental que José Agustín nos cediera para esta entrada su bellísimo relato y que Miguel le pusiera imágenes, dos artistas unidos, queda demostrado, con estas cosas sencillas, que colaborar es lo que mueve el mundo. Muchas gracias.
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