martes, 17 de marzo de 2020

"EL AMPARO Y EL COLOR MALVA" DE JOSÉ AGUSTÍN BLANCO REDONDO





"El amparo y el color malva"
José Agustín Blanco Redondo.

Primer premio en el II Certamen de Narrativa Marcos Zapata, Ayuntamiento de Ainzón (Zaragoza), mayo de 2017


Dedicado a los vecinos de Fuenllana (Ciudad Real)

“... y andábamos, estábamos perdidos
al borde casi de la misma luz”
Nicolás del Hierro


"Lo encontró un perro que husmeaba entre unas bolsas de basura. El anciano estaba descalzo, encogido, las rodillas arrimadas al pecho, una chaqueta de punto de mangas deshilachadas, los tobillos al aire bajo las perneras de un pantalón de tergal, una barba quizá de meses hurtando el frío a la piel del rostro, los ojos sumidos, el color malva de la congelación tiñendo despacio sus labios.
Lo encontró un perro hambriento y vagabundo, un perro que comenzó a aullar con el mismo sonido lúgubre con que el cierzo se arrastra por los bajos de la puerta de un zaguán para desterrar la templanza de las alcobas. 



Y aquel aullido solidario con los que acostumbran a penar a la intemperie, fue el que me avisó de que alguien estaba allí, entre unas bolsas de basura, el que logró que Bonifacio no muriera de frío aquella noche, como una alimaña enferma, como un despojo arrojado a un rimero de desperdicios.
Fui yo quien llamó a la ambulancia. Fui yo quien lo extrajo de aquel lugar infecto. Fui yo quien luego se hizo cargo del animal vagabundo, un mestizo de galgo con podenco que supo solidarizarse con el anciano mediante aquel aullido lúgubre, providencial. Y al intervenir de forma tan decisiva en el resurgimiento vital de Bonifacio, no pude sino interesarme al poco tiempo por su recuperación.
En el hospital buscaron su nombre en la cartera que llevaba en el bolsillo, una piltrafa de plástico que albergaba recortes de periódico, antiguos billetes de lotería, retratos desvaídos y un carnet ilegible, caducado hacía décadas, donde su fotografía en blanco y negro arrostraba la cámara con la solvencia de la juventud. Cuando acudí a visitarle, el anciano agradeció mis desvelos con una sonrisa leve y unas palabras apenas masticadas por sus encías huérfanas de dientes:
- Toma, te la regalo, es una fotografía en blanco y negro de la casa donde nací. La fachada enjalbegada se orienta al norte, las jambas y el dintel de la puerta son de arenisca roja, la reja de la ventana es de hierro macizo y el balcón también es de forja. Una de las mejores casas del pueblo, dijo con un rumor tenue de voz antes de cerrar los párpados y abandonarse a la placidez del sueño.



Me quedé con la vieja fotografía en la mano sin saber muy bien qué hacer con ella. Era cierto que me la había regalado, pero también sabía que el anciano aún estaba convaleciente y que, quizá, su conciencia aún no regía con la limpidez necesaria. Contemplé con curiosidad los sillares de arenisca que cercaban la puerta, el jalbegue de la fachada, la elaborada reja de la ventana y el balcón de forja entre cuyos barrotes se encastraba un balón de fútbol, como si algún crío hubiera chutado con fuerza y lo hubiera encajado entre los hierros. Guardé entonces su regalo en mi cartera y murmuré sin convicción la palabra gracias. Luego me despedí del anciano levantando apenas la mano izquierda y lo dejé descansar. Se lo merecía.
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Le conté a mi mujer la peripecia del perro vagabundo y del anciano, justificando así el que hubiera decidido hacerme cargo de aquel chucho de mirada triste y costillas apretadas al pellejo. Es un perro noble, le aseguré. Si no hubiera sido por sus aullidos, ese hombre hubiera muerto de frío. De frío y de soledad.
Mi hija Valeria, además de ponerse muy contenta con la adquisición, puso enseguida nombre al animal, se llamará Quijote, por lo de proteger a los desamparados, y hay que llevarlo al veterinario esta misma tarde, dijo con una firmeza que no admitía reparos. Y aquella misma tarde, Quijote fue bañado, desparasitado, vacunado, aderezado con un collar de color burdeos y alimentado con un pienso especial para animales desnutridos. Una semana después, su pelo se tornó brillante y las costillas dejaron de apretarse a la piel. Quijote, el amparo de los menesterosos, era ya un perro distinto en un mundo diferente.



El fin de semana acudimos al pueblo de mis padres, un cuidado rimero de casas hincado en los medios del Campo de Montiel, ese mítico lugar donde las andanzas de Alonso Quijano quedaron escritas para la historia bajo la mano de Cervantes. Habían comenzado las vacaciones de Navidad y queríamos pasar estos días con la familia. Valeria, además, deseaba que sus abuelos conocieran a Quijote y su hazaña humanitaria. Mis padres andaban reformando la casa y requirieron nuestra opinión en cuanto a la demolición de los tabiques necesarios para renovar la distribución de las alcobas y de los baños. Llegamos al anochecer, con el tiempo justo de cenar y acostarnos. Una luna llena rodeada de un halo refulgente anunciaba lluvias para la mañana siguiente, lo sabía porque así me lo contó mi padre cuando yo era un niño, de la misma manera que él lo aprendió de su padre, en esa cadena ancestral de conocimientos forjados por el calor de la sangre compartida. A la mañana siguiente pudimos ver los andamios, la carretilla, los ladrillos, los sacos de cemento y yeso, aquel montón de arena y grava sobre el empedrado del patio. Las habitaciones se abrían a la galería superior, un corredor que mi madre quería aislar mediante cristaleras para guardar el calor en invierno.



La casa hacía esquina con una plaza arbolada en la que se erigía un antiguo convento de frailes transmutado, tras la desamortización del siglo diecinueve, en las dependencias del ayuntamiento. 



Desde la plaza se podía ascender a las ruinas medievales de Santa Catalina, antigua parroquia levantada bajo los auspicios de la Orden de Santiago, y también descender hasta la fuente de la Verjilla, rematada en un muro de mampostería encintada de ladrillo por donde asomaba el caño de bronce que derramaba el agua sobre un pilón labrado en piedra caliza.
Tomé a Valeria de la mano y salimos a la plaza arbolada. Un cielo restregado de nubes densas, ásperas, del mismo color de la brea, esperaba para evacuar su ración de agua sobre viñas y olivares, sobre liegos, labranzas y retamares, sobre las laderas descarnadas de los cerros. Quijote se adelantó con un trotecillo descabalado y se sentó justo en la esquina de la casa, enfrente del ayuntamiento, jadeando levemente, las orejas alerta, un gañido sordo, intermitente, quizá de impaciencia. 



Contemplé entonces cómo, tras los escombros de un falso tabique levantado en la cara norte con la intención, tal vez, de proteger la vivienda de los afanes del cierzo, había emergido, intacta, la antigua fachada principal. Una fachada con la puerta cercada por sillares de arenisca roja, la ventana protegida con una elaborada reja de hierro macizo y un balcón de forja entre cuyos barrotes se encastraba un viejo, desgarrado balón de fútbol.
Mientras Quijote emitía un gañido quizá algo más sentido, algo más triste, apreté la mano de Valeria y le dije, muy despacio, apenas con una hebra de voz:
- Vámonos hija, tenemos que acudir al hospital. Quizá tu bisabuelo quiera aún regresar a la casa donde nació. Quizá quiera pasar la Navidad en su pueblo, con nosotros"





Cuando todo pase podremos ir a buscar cada rincón literario que José Agustín nos ha dejado en Fuenllana. Porque todo pasará y la alegría inflamará las calles.
"Nadie es jamás tan viejo que después de un día no espere otro"
Séneca.

Fotografías de Miguel Felguera.

viernes, 13 de marzo de 2020

ALMEDINA EN LAS ALTURAS.





Hoy Almedina es uno de los pueblos más bellos del Campo de Montiel, por lo bien cuidado que está. 
Nos remontaremos al año 1846 para conocer cómo la describe Madoz en su afamado diccionario:

"T. con ayuntamiento de la provincia de Ciudad Real, partido judicial y administradora de rentas de Villanueva de los Infantes (S?), audiencia territorial de Albacete, c.g. de Madrid (34), diócesis de Toledo (32). SIT.: en un cerro bastante alto por todas partes; pero más particularmente por el S., camino de Villamanrique; muy combatida de todos los aires, se divisa desde muy lejos, y se perciben desde varios pueblos del Campo de Montiel; es de sano CLIMA y no padecen calenturas intermitentes; presenta en toda su extensión un montón de escombros. En el día tiene 93 CASAS en estado de ruina, y se conocen más de 80 totalmente destruidas, de modo que apenas forman calles seguidas, están faltas de empedrado; 











y la plaza, casa de ayuntamiento, cárcel é iglesia parroquial, se hallan en los mismos términos, y se celebran por esta razón los divinos oficios en la ermita de Ntra. Sra. de las Angustias: aunque de curato perpetuo y de oposición ante el tribunal de las Ordenes, está servida por un diácono por no haber eclesiástico que lo pretenda ,en las afueras existe un cementerio pobre también y miserable, 






y en la bajada de la cuesta que mira á la villa de Cózar hay una fuente de buena y abundante agua con un caño de 5 pulgadas de diámetro, que por algunos fragmentos que aparecen en su inmediación, se conoce haber sido obra y acueducto de los romanos.



 Confina el TÉRM., por N. con el de Infantes; E. Terrinches y Sta Cruz de los Cáñamos; S. Villamanrique, y O. Cózar, todos á una legua de distancia poco más ó menos. 



El TERRENO es llano por todas partes, luego que se baja del cerro en que se halla la población, arcilloso, bastante fértil, aunque tiene poca tierra de primera clase, y le riegan el arroyo Origón que viene de la vega de Sta. Cruz de los Cáñamos, el sobrante de la fuente referida que fertiliza una porción de huertas para verdura, situado al SO. y unos escasos manantiales llamados resudros que se hallan en el vallejo bajando la cuesta por el lado del S. y dan origen al río Guadalén. 



Los CAMINOS son útiles para carros, se dirigen á los pueblos inmediatos, y á distancia de una legua el antiguo camino de herradura que atraviesa la Sierra Morena por Barrancohondo desde Valencia á Andalucía. Se recibe el CORREO en Villanueva de los Infantes por medio de un vecino á quien el ayuntamiento comisiona al efecto. 



PROD.: trigo, cebada, muy poco centeno, bastante verdura de que se surten los pueblos comarcanos, y se mantiene muy escaso ganado lanar, cabrío y vacuno; todos los vecinos son sumamente pobres, aunque propietarios de un pedazo de casa que se está hundiendo, ó de una borrica para llevar leña á Infantes, y las mujeres se ocupan en tejer lienzos de cáñamo y lino. POBL.: 84 vecinos, 420 almas. CAP. IMP.: 100,000 reales. CONTR.: 6,537 reales, 24 reales que se cobran á fuerza de ejecutores, que aniquilan cada vez más a los vecinos. PRESUPUESTO MUNCIPAL: 4,235 reales del que se pagan 2,000 al secretario y se cubre con el escaso producto de la taberna, una posada de "propios y reparto vecinal" 



Es patria del célebre pintor Fernando Yáñez, discípulo de Rafael de Urbino, y uno de los primeros que introdujeron en España la escuela romana con sus otros condiscípulos Juan de Juanes, Machuca y Pedro de Campaña, maestro del divino Morales. 



Es muy notable la despoblación que está sufriendo esta villa. Sin remontarnos mucho á su antigüedad, consta por el catálogo que escribió en 1600 el licenciado D. Diego de la Mota, canónigo de Uclés, de la vecindad de algunos pueblos de la Orden, que en 1468 tenía 400 vecinos, y existen personas en el día que la han conocido en 1795 con 180; una de las causas que le suponen para esta decadencia, son los bandos ó parcialidades en que han estado divididos, sosteniendo con tesón pleitos y disputas interminables"

Fotografías de Miguel Felguera.

domingo, 8 de marzo de 2020

Y EN SU TORRE, LAS CIGÜEÑAS. TORRE DE JUAN ABAD.





Y un buen día decidí que sería bióloga. Todo trascendía de ese ir y venir, de ese trasiego en mirar a las cigüeñas en su torre. Porque pensé que ya inmersa en un oficio no tendría que ser Dios para acercarme a ellas. Hice un amplio listado de figuraciones, de libres versiones, de relatos mitológicos, de contrariedades en simbología. Y vi que no acertaba con ninguna propuesta, que ni de lejos podría entrever lo que cercan las palabras, y dejé de lado ensoñaciones y oficios y me planté en la tierra...




Y todo lo que aprendí me lo explicó Sandalio Ginés Moreno, el vio llegar a las cigüeñas por primera vez:
"Mi padre era labrador y un buen día se le metió en la cabeza que construiría una cerámica aquí para hacer tejas, y aún me pregunto por qué lo haría. Fue allá por el 1919. 
Yo tengo ahora 95 años, era entonces un niño que se entusiasmaba viendo como pisaban el barro en las tres pilas que allí había y plantándome ante el pequeño horno.




Funcionó poco tiempo, hasta el año 1925 o el 1926, no recuerdo bien. ¿Qué por qué dejaron de cocer? La tierra no era de calidad. Se recogía de un pedazo que tenemos ahí cerca del hotel, en la carretera a Villamanrique. Esta tierra necesitaba de maquinaria que aquí no había, todo se hacía a mano. Al final las traían de cerámicas de Tomelloso. Se podrían haber fabricado ladrillos pero por aquel entonces, en esta tierra, se seguía con la tradición de construir con adobes, los hacían cerca del arroyo, en los Quiñones.




¿Qué cuando vinieron las cigüeñas? Llevarán aquí con nosotros unos 50 años, más o menos.



Se vino abajo la torre porque ellas tenían la costumbre de robarles la ropa a las mujeres cuando iban a lavar fuera, eso mezclado con barro debía pesar mucho y la torre cayó. Luego la arreglamos y ellas tardaron años en regresar.




Tengo tantos recuerdos, entre ellos el de aquella corrida de toros en el año 1929. Donde hoy ves el centro de salud y las nuevas viviendas, todo eso era un enorme solar, solo hubo que vallar con madera y se celebró no solo la corrida también una obra de teatro"



La emoción surge en el que habla por devolver la voz a sus recuerdos, la emoción también surge en la que escucha, por remover la nostalgia de lo que no conoció y hubiera querido hacerlo.
Cuando salgo de su vivienda, apretándome al cuaderno, me veo como si fuera una niña en la Torre que, de noche, cuando ha de hacer recuento de lo que quiere ser de mayor, extiende todo lo largo que es el telescopio de sus sueños, y se traslada de pueblo, y en su ventana, alumbrada por velas, cree vislumbrar el modo de encender las ilusiones. 

Dedicado a un hombre entrañable, Sandalio Ginés Moreno, que supo emocionarme con sus recuerdos.

Fotografías de Miguel Felguera.


jueves, 5 de marzo de 2020

EL COLOR Y LA FRAGANCIA. (UN RELATO EN TORRE DE JUAN ABAD)


"El color y la fragancia"
José Agustín Blanco Redondo.

Primer Premio en el XIII Concurso de Cuentos y Narraciones Breves “Ciudad de Cantalejo”, organizado por el Excmo. Ayuntamiento de Cantalejo (Segovia), abril de 2019.

Dedicado a Lourdes y a Javier, de Torre de Juan Abad.

“En esta vida, lo prudente es estar emocionado”
José María Lozano Cabezuelo.



"El atardecer se afila con las alas de los vencejos. Hace tiempo que las nubes rehúyen estos cielos solo restregados con la estirpe del color azul, quizá algún malva, algún ocre al amanecer, tal vez algunos trazos de escarlata en el ocaso, siempre tras el imperturbable cerro de Cabeza de Buey, más allá del santuario de la Virgen de la Vega. Los perales, membrillos y duraznos humillan sus ramas sobre las acequias que el hortelano ha trazado en el huerto, un huerto que hasta hace apenas tres años era un corral cercado por los bardales desaliñados, sarmentosos de las tapias, un corral de los de las casas con posibles, diáfano, anchuroso, con abrevadero, zahúrdas, cuadras, gavillero y pozo de aguas delgadas, buen brocal de piedra arenisca y elegante arboladura de hierro forjado. El corral languideció, despacio, hasta que el tiempo y el desamparo de mis criados lo trocó en morada de gallinas, deambulatorio de gatos sarnosos, apretura de malas hierbas, dormidero de palomas bravías y, al alba, escandalera de mirlos, carboneros y gorriones.




Ahora todo es diferente. Hay senderos que perfilan los frutales, que rodean los surcos de la huerta, que conducen a territorios sosegados, ajenos a las pasiones que lastran el alma de los mortales. Hay murmullos de agua por entre troncos, hortalizas, legumbres y arriates. Hay quejidos de azada, olores tenues de estiércol madurado y trajines de capachos de esparto. También hay sombras, y gorjeos prematuros de estorninos, petirrojos y zorzales al amanecer, y bancos de piedra en las encrucijadas de los senderos, y olores a hierbabuena, romero y mejorana, y conversaciones con aquellos que antaño habitaron la tierra y dejaron saberes, sueños, pensamientos y poemas escritos con tinta aguanosa sobre pliegos de papel ajado.
Sí, ahora todo es diferente. Me acerco al primer árbol y cojo el primer fruto maduro que me ofrecen sus ramas. Es un durazno de color amarillo y fragancia suave. Lo colocaré en el lebrillo que guardo en el despacho, sobre la mesa donde escribo, junto a las ciruelas, los higos, los membrillos y las peras bergamota. Un respiro de color y de fragancias amables entre tanto libro de cubiertas de piel de cabrito, entre tantos papeles caligrafiados con tinta oscura, entre estos, tantos silencios que me acompañan cada día, todos los días.
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Le gusta este pueblo. Isidro camina junto a su padre por una calle en pendiente que conduce a la iglesia de Nuestra Señora de los Olmos. La puerta del mediodía está abierta, así que acceden al interior agradeciendo la fresca penumbra que les recibe. El retablo mayor de finales del siglo dieciséis es magnífico, un apostolado en madera policromada, tallas y lienzos encastrados en el dorado de la predela, de las calles y de los cuerpos, la bóveda de la capilla mayor en media naranja y el órgano en la tribuna del coro, un tesoro original del siglo dieciocho vivificado por el aire que brota de un enorme fuelle, que transita por el interior de una trama de tubos verticales, que escapa por la trompetería horizontal ,sí, un órgano histórico cuya sonoridad y armonía continúan ofreciendo quintales de piedad al siempre vanidoso espíritu de los hombres. 




El cura párroco es muy simpático, con un aura de bondad que no deja a nadie indiferente. Nos invita a pasar a la sacristía y nos muestra una cajonería antigua de madera oscura, quizá de roble, tal vez de nogal. También nos recita los nombres de las cuatro campanas de la torre, cada una de ellas orientada a un punto cardinal.



La Casa de la Tercia se yergue sobre un soportal - arcos y columnas de piedra arenisca - y es paso obligado hacia la plaza del Parador, un amplio espacio presidido por la fachada encalada de la Casa de los Frías, inmensa, sobria, las esquinas en sillería de piedra moliz, su portada de madera claveteada con estrellas de ocho puntas, dos bellas aldabas de metal y esas elaboradas, negrísimas rejas de hierro forjado en las ventanas. 




Isidro intenta llamar a la puerta, pero las aldabas quedan fuera de su alcance, aún tiene que crecer, crecer para saborear los placeres y la misericordia del arte, de la historia, de la música, de la literatura, de los afanes campesinos que se entreveran con esta tierra frágil de olvidos, cansada de soledades, súbita alumbradora de paces y sosiegos, hermosa como el color bermejo de la arcilla y de la piedra arenisca sobre la que se asienta.



El museo está abierto. La fachada es ahora de mampostería, piedras de cuarcita colocadas al azar sobre un lecho de mortero, ya no existen aquellos anchos, recios muros de tapial rematados en aleros de tejas árabes, aquellos muros que se levantaron hace más de cuatro siglos. El interior es diáfano, acogedor, abigarrado de luz artificial. 



Salas de exposiciones, un piano de madera deslustrada y un patio interior que antes fue corral y después huerto, un corral y un huerto anchurosos a los que las herencias y compraventas del pasado han hurtado espacios y desahogos. Ahora solo queda un patio huérfano de vida, cercado de medianerías, ajeno a los murmullos de agua, a los quejidos de azada, a los trajines de capacho de esparto, a los aromas de la hierbabuena. Un encerradero sin sombras y malas hierbas, sin árboles, ni una higuera, ni una parra, ni un ciruelo, solo baldosas cercando, al fondo, un pozo con brocal de piedra arenisca y arboladura de hierro forjado. 



Isidro sale al patio, pero el calor le empuja de nuevo, con un golpear de nudillos ardientes, al interior del museo. La intemperie estival de esta tierra no está hecha para disfrutes, regocijos ni alharacas. Solo el refrescar de la noche permite cierto relajo en esos corrillos de vecinos que aún se pergeñan a la puerta de las casas.




La escalera. Isidro sube los peldaños de dos en dos para descubrir la planta noble del museo. Vitrinas de cristal con manuscritos autógrafos, un elaborado árbol genealógico y primeras ediciones de libros señeros. Caligrafías cuidadas, bellas, tramadas de curvas, quiebros y divagaciones. Documentos rubricados y sellados hace casi cuatro siglos sobre pliegos de papel en color ocre.



Al fondo, protegido con un cordón de color grana, reposa un viejo sillón, el respaldo conformado con tres tablas anchas de madera quizá de nogal, las patas torneadas, los reposabrazos desbastados por la cotidiana gubia de uso y del tiempo. En la vitrina, un tintero de cerámica urdido hace siglos en los alfares de Talavera de la Reina junto a una pluma de búho real. El sillón, el tintero y la pluma de la persona que da nombre al museo y que habitó durante años el solar donde se asienta.


De la pared cuelga un lienzo enmarcado en madera sobredorada. Isidro contempla al personaje retratado, despacio, aquella mirada rozada de nostalgia tras los anteojos circulares, el cabello largo, oscuro, una perilla ya entrecana, su ropaje enlutado, sobrio, ajeno a veleidades y fanfarrias, un fondo sombrío donde apenas se vislumbra un rimero de libros encuadernados, tal vez, en piel de cabrito. El muchacho no puede apartar sus pupilas del lienzo, es como si el silencio, y la soledad, y la melancolía que emanan del rostro de aquel caballero encontraran un aliviadero en la mirada de Isidro. Al lado del cuadro, la cartela explicativa con los detalles del personaje retratado. Al muchacho le gustaría leerla, pero no puede hacerlo, al menos por ahora. Un leve escalofrío se encarama a su espinazo, pero no es una sensación perturbadora, ni siquiera desagradable. Es una emoción que recorre su cuerpo como la savia se derrama por las ramas de un árbol joven, un sentimiento que, quizá, le apresura la cadencia del corazón, que busca un merecido sosiego, un cobijo amable en el solar de su conciencia. Isidro se pone de puntillas bajo la cartela, quiere saber quién es el caballero del cuadro, el personaje que da nombre al museo, el hombre que vierte esa mirada lánguida sobre sus ojos infantiles, el hombre que fue señor de esta villa del Campo de Montiel, la misma villa que el muchacho visita hoy junto a su padre.




 Ahora lee despacio su nombre y lo repite para sí en un murmullo íntimo, apagado. Luego contempla de nuevo el lienzo, sus pupilas abismadas en las del personaje retratado, como si un delgado hilo de bramante o de lino, o de cáñamo, un hilo invisible y ancestral actuara como vínculo entre el chiquillo y el cuadro, como si un diálogo sutil, inaudible, carente de la premura de los segundos, de las palabras se estableciera entre el chaval y el caballero del lienzo. Isidro se retira un par de pasos y respira hondo. Un durazno de color amarillo y fragancia suave se acerca rodando por el suelo y golpea el talón de su zapatilla. Isidro lo recoge, muy despacio, lo acerca a su nariz para apreciar su aroma, entrecierra los párpados y, de súbito, corre hacia su padre que, jadeando, termina al fin de subir por la escalera.
- Papá, mira el melocotón que me acaban de regalar - le dice con una torrentera de voz.
- ¿Que te acaban de regalar?, pero Isidro, si aquí arriba no hay nadie…
- Ha sido el caballero del cuadro, te lo prometo, papá, no sé cómo lo ha hecho, pero ha sido él, es como una intuición, sí, estoy seguro, mira, aquí puedes leer su nombre, don Francisco de Quevedo y Villegas, virtuoso escritor del Siglo de Oro, caballero de la Orden de Santiago y señor de esta villa de Torre de Juan Abad"



Para tratar sobre Torre de Juan Abad necesitábamos la implicación de un escritor, porque para acercarse, con la sensibilidad precisa, a la figura de Quevedo, solo podía hacerlo otro artista. Así cobra sentido la expresión: "Lo bien dicho, bien parece, y su autor honra merece"
Nuestro más sincero agradecimiento a José Agustín Blanco Redondo.